TEJIDO DE RECUERDOS
La siega toca a su fin.
Hombres y máquinas afanan la dulce espiga,
pan eterno, liturgia de los pobres.
Duerme la tierra durante la cosecha.
Muere Julio de la mano de mi hermano.
Muere el dorado pelo,
duerme el gesto cansado. El aire duele.
Me abrazo a sus pies y grito,
grito a los campos que vengan
con bocanadas de aire,
pozos de agua fresca,
velos que cubran mi espanto
y que traigan también llanto,
mucho llanto.
I
Desde la ventana de un hospital, observo el trajín de los hombres y mujeres un día cualquiera de un mes caluroso. El sol araña la luz de tal manera, que el aire parece una cortina desgarrada.
En la habitación hace frío, mucho frío. Estoy helada, encogida, tensa, triste… Me asalta el temor de lo que ven mis ojos y la certeza de lo sabido: mi hermano, perdido entre sábanas pálidas, agoniza como un pajarillo caído del nido. Su enfermedad extrema es la caída hacia el abismo de la muerte a la cual no puede ya burlar…
Miro por la ventana y la vida sigue… sigue su ritmo ajena a la aflicción que nos causa en el corazón la pena tan grande de ver a un hermano sin aliento de vida. Mi madre y mis hermanos apenas se mueven de su lado, conmovidos por el desenlace. Yo estoy algo más alejada que ellos. La ventana es mi puerta de salida, una manera de huir permaneciendo dentro, necesito dar a mis ojos una tregua, un freno a los sentimientos que me desbordan; no quiero ver el ocaso de una vida que es parte de la mía.
Dejo de mirar por la ventana y me acerco a su lado.
Lo veo cogido de la mano de mi madre y con los ojos cerrados como en una ensoñación, y con la voz de quien no tiene fuerzas, voz abatida, le habla de Baños, su pueblo, nuestro pueblo: El Santo Cristo, la calle Mestanza, La Llaná, Las Colas, el Castillo y sus almenas… En ese instante, los paisajes, los lugares amados acuden a socorrernos: evocan un sentimiento antiguo, tan profundo, que nos deja a todos un nudo en la garganta. Cada paraje nombrado nos apremia, nos mueve a reconstruir, a revivir aquella casa que fuimos: calor, risas, trabajo y honradez.
Mi madre recoge una a una las palabras de su hijo como el fruto más preciado y con lágrimas de dolor enciende una luz de ilusión, una pequeña llama que mantenga viva la mínima esperanza. Como si soñar aún fuera posible, sacando fuerzas de flaqueza, le dice a su hijo con ternura:
- Ya verás nene, cuando te pongas bueno, iremos a Baños. Hablaré con la prima y que nos busque una casa por el Santo Cristo. Una casa regular de grande con su patio lleno de macetas. Ya verás cuando vengan tus hermanos a vernos, qué envidia les vamos a dar. Tendremos un gato parecido a aquel blanco y rubio, ¿te acuerdas? ¡Anda que no era ladrón! Cuando hacíamos la matanza lo teníamos que atar. ¿Te acuerdas de Felipe? Ya verás qué agustico estaremos hijo, pero agustico de verdad. Anda que no escribirás cosas bonitas del campo, de aquellos cielos tan hermosos, con lo bien que se te da escribir. Y a lo mejor te juntas con alguien que le guste la guitarra como a ti. Bueno y tienes que terminar la novela que empezaste hace un siglo…Pero ante todo hijo mío, tienes que ponerte bueno.
II
“Baños de la Encina huele a tomillo y a romero…”
Cantábamos los hermanos cuando nos reuníamos para una ocasión festiva. Entre algazara y risas cada uno desafinaba a su manera y cantábamos una y otra y otra vez Baños de la Encina huele a tomillo y a romero y mientras cantábamos, sentíamos olor a infancia, a promesa, a pan recién horneado, a leyendas de voces antiguas, a historias de piedra de sol.
Y de aquella melodía nacían alas en el corazón y volábamos como aves que regresan de nuevo al calor de su tierra.
Una letra, una música, nos trae los ecos de lo que fuimos y tal vez seguimos siendo porque el lugar que nos vio nacer dejó una imprenta en el alma; en esa tierra hemos reído, hemos soñado, nos hemos enjugado las lágrimas; esa tierra escuchó nuestras primeras palabras, nuestros sentidos se llenaron de todo cuanto percibimos y todo ello pervive en nuestro ser. Y cuando te preguntan de dónde eres, renace la imagen del lugar que recogió tu primer llanto.
Mi hermano sabía muy bien decir de dónde era.
- Mi pueblo se llama Baños de la Encina, es un pueblo de Jaén, entre la sierra y los olivares. Allí, debajo de un castillo moro, las colas del Guadalquivir entran por los montes redondos y secos…como arterias redondas, casi estancadas.
Cuántas veces, cuántas, recordaría a su pueblo, cuán adentro de su corazón lo llevaría que en su lecho de muerte, lo nombraba, lo recordaba…y vino su pueblo a cobijarlo en esa habitación de hospital, tan fría.
III
Mi hermano tenía tres nombres y tres madres.
Su madrina, mi tía, le pidió con gran sentimiento a mi madre, que le permitiera ponerle los nombres de los tres hermanos que desaparecieron durante la guerra civil española. Mi madre dijo que sí, pues se hacía cargo de la pena tan grande que tiene que ser perder a tres hermanos y no saber nada de ellos, ni siquiera poder decir, aquí o allí están enterrados. Mi tía, muy agradecida, se sintió feliz, pues mi madre le daba la oportunidad de que no se borraran de sus labios los nombres de sus hermanos José, Joaquín y Jaime, tan tristemente desaparecidos.
Mi hermano llevaba con orgullo los tres nombres, pues los demás teníamos uno o dos como mucho. Cuando le preguntaban cómo te llamas, él decía de carrerilla José Joaquín Jaime; a veces se equivocaba, se le trababa la lengua y lleno de vergüenza, lo veías de pronto colorado como un tomate. A pesar de que era gracioso verlo en esas dificultades, alguno de mis hermanos mayores, no recuerdo quién de ellos, empezó a llamarlo Pepe. Y de esta manera en casa, todos le llamábamos así. En la adolescencia, ya en tierras lejanas, los nuevos amigos y conocidos le llamaban Joaquín.
Mi hermano Pepe llamaba mama, no sólo a su madre; también a mi abuela y a mí. De esta manera siempre, siempre, tenía en los labios la palabra que más veces pronuncia el ser humano: madre, mama…
A las tres nos tenía cautivadas este niño chico, rubillo y flaco. Siempre cogido de las sayas de mi abuela, del mandil de mi madre o de mi falda. Mi abuela le decía pollico, pues acostumbrada a verlos recién nacidos en el corral, con su interminable piar y tan tiernos, le costaba muy poco ver en mi hermano a uno de sus pollicos. Él aceptaba con gusto que mi abuela lo llamara así porque era una manera de sentirse protegido y querido por ella
Yo me encargaba de mecerlo en el árbol, de contarle cuentos, de regañarle para que comiera, de dejarle un sitio en mi cama cuando se despertaba por la noche, de lavarle las rodillas cuando se caía, de arreglarlo los domingos y de todas aquellas labores que me correspondían como hermana mayor. Recuerdo que una vez le hice una camisa y en el bolsillo le quise bordar un detalle, al preguntarle qué le gustaría, me dijo:” ¡Yo quiero un timón, un timón de un barco para cuando sea marinero!”. Y así fue, en su camisa verde limón, destacaba un precioso timón hecho a punto de cruz para mi marinero. Con los años y lejos de nuestro pueblo, recordábamos con emoción esa camisa que permanecía en su recuerdo de infancia, como un galardón.
Pepe era un chiquillo tímido y de poco apetito a diferencia del resto de hermanos que éramos un peligro en una matanza… como el gato, por eso decía mi madre: “me comen por los pies”.
Era de esos críos que se entretienen con poca cosa, es decir, imaginativos. No le gustaba jugar demasiado con los niños de su edad, iba de los párvulos a casa y de vez en cuando se paraba a coger bichos, lagartijas y renacuajos para alimentar a los pájaros que teníamos en casa, también solía hacer nidos para dar cobijo a algún pajarillo huérfano. Muchas veces lo sorprendía embobado siguiendo el vuelo de una mariposa y en el tiempo de la siega, daba gusto verlo montado en el trillo gritando de alegría.
Así transcurrió su primera infancia: entre el ajetreo de los hermanos mayores, la escuela, los pájaros, sus tres madres y sus tres nombres.
IV
A la edad de siete años su vida sufrió un cambio.
Mis padres decidieron internarlo en un colegio de Madrid para que estudiara y el día de mañana tuviera mejor futuro que el que ellos habían tenido.
- El estudio le servirá para hacerse un porvenir -decían mis padres como todos los padres que desean lo mejor para sus hijos. Esta decisión supuso para mi hermano un cambio dramático en su vida pues lo alejaba de su medio natural y afectivo en aras de un futuro que, siendo tan niño, aún no tenía capacidad para valorar. Atrás quedaba todo ese mundo mágico que su entorno y su imaginación creaban y atrás también quedaban sus afectos más esenciales: sus padres y hermanos.
Cuando regresaba a Baños por las vacaciones no había manera de que saliera a jugar. Se pasaba la mayor parte del día en casa, en el escalón de la puerta o en el patio.
– ¡Ay, qué cocinica es este chiquillo!- decía mi madre para provocarlo a que saliera con los críos de su edad -. Anda, sal un ratico nene.
– ¡Cómo voy a salir, si he venido para estar contigo!- respondía con todas las de la ley.
Mi madre sonreía al referirle a mi padre la contestación tan redicha del niño.
En esta edad mi hermano sólo llamaba mama a su madre y no se separaba de ella ni un instante; necesitaba llenarse de su presencia, de su cariño, escuchar sus canciones, observarla trajinando de aquí para allá. Una a una, recogía todas esas vivencias que lo confortarían en los días de añoranza lejos de Baños.
Mi familia también sufrió la nostalgia de su pueblo. Mis padres y hermanos se vieron obligados a trasladarse a otra tierra, un lugar lejos de esos cielos de arreboles, del sembrado y la espera del trigo, del abrazo del amigo, de los frutos de la tierra… Sin embargo, la tierra no daba para llevar a la mesa el pan que alimenta nuestra existencia.
Fueron tiempos donde algunas familias, tuvieron que iniciar un vuelo forzoso hacia otros cielos extraños, pero que ofrecían la posibilidad de una ocupación remunerada y permitía cubrir las necesidades más primarias.
La vida en aquella tierra lejana, iba tejiendo recuerdos y añoranzas, uniendo, de una manera singular, las vivencias de Baños arraigadas en el corazón y las nuevas experiencias, los nuevos paisajes que se abrían a sus ojos y que negaban por no ser los lugares anhelados.
Parecía que la vida transcurría a la espera de una voz que dijera: Volved. Es tiempo de regresar.
V
Nueve hermanos como los nueve planetas.
Mi hermano Pepe era el antepenúltimo. Nació en la temporada de la aceituna. Mi madre aconsejada por el médico del pueblo dio a luz en Jaén para evitar posibles complicaciones en el parto. Este hecho también le daba cierto aire distinguido, pues sólo él podía decir que había nacido en un hospital.
Mi padre me llevó a Jaén a verlo. Estaba en un moisés con lunares azules y cuando abrió los ojos éstos parecían hacer juego con el moisés.
Feliz con su niño de ojillos como lunares azules, feliz de tener uno más, pues Dios nos ayudará como hasta hoy; mi madre descansaba de las muchas obligaciones de la casa y disfrutaba en todo momento de su nueva criatura.
Ahora ella inclina su cabeza conteniendo el llanto desgarrado para no perturbar el silencio que precede a la muerte. Quién le iba a decir que no sólo daría cuna a su hijo, sino también sepultura. Ahora ella, anegada de luto, pide a Dios fuerzas como nunca las había pedido; fuerzas para recomponer su corazón destrozado por la muerte de su hijo. “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”.
La siega toca a su fin. Me acerco de nuevo a la ventana y ya no miro el movimiento de la calle. Mis ojos van más allá, miran más allá de esta geografía; mi pensamiento vuela con ímpetu hacia Baños de la Encina y se detiene en el campanario de la iglesia de San Mateo. Las campanas tocan festivas a bautizo, a romería, a Domingo de Resurrección. Quiero que los latidos de las campanas llenen de vida esta habitación, que me llamen para volver a mi pueblo y que mi hermano me enseñe su casa del Santo Cristo. Que me enseñe canciones de ronda, que me refiera cuánto le gusta la bañusca que vive por la calle Mestanza. Y me hable de la sierra, de las almenas del castillo que en la noche celan nuestros sueños…
Que su voz sea una dulce melodía en mi recuerdo, un acorde que despierte los lugares amados que duermen en mi corazón.
Carmen Sampedro Frutos